El Instituto Cervantes menosprecia a sus predecesores
Por José Antonio Yturriaga – Embajador de España, profesor de Derecho Diplomático de la UCM y miembro de la Academia Andaluza de la Historia.
Este año se celebra el 50° aniversario de la creación del Instituto Cultural Español de Dublín (ICD). Ni la Embajada de España en Irlanda, ni el Instituto Cervantes (IC), que absorbió el citado centro, han tenido a bien celebrar esta efeméride. Yo – que conocí y aprecié la meritoria labor de esta institución – me permito romper una lanza en su recuerdo. España es una potencia mediana en el ámbito político o económico, pero es una gran potencia en el plano cultural, por lo que siempre he creído que la diplomacia española debería centrarse especialmente en este terreno sumamente rentable, pero los distintos Gobiernos españoles no han compartido este criterio y han infravalorado esta maravillosa baza, hasta el punto de que el Ministerio de Asuntos Exteriores, cuando por razones de origen económico-financiero tenía que reducir sus efectivos, la primera Dirección General que desaparecía era la de Relaciones Culturales.
España ha descuidado la proyección exterior de su extraordinaria cultura y el Ministerio del ramo ha sido considerado como una ”María” en la que colocar a alguna ministra-florero, ha compartido funciones con la Educación y el Deporte, y en muchas ocasiones ha sido relegada al nivel de Secretaría de Estado. Su dotación presupuestaria siempre ha estado bajo mínimos. Pese a que el Convenio de Viena de 1961 sobre relaciones diplomáticas considera como una de las funciones básicas de las Embajadas el desarrollo de las relaciones culturales y científicas entre los Estados, los Gobiernos españoles aunque les encomiende el cumplimiento de esta función, no les facilita los medios suficientes para llevar a cabo su primordial tarea. De aquí que el ejercicio de la acción cultural en el extranjero dependa de la capacidad de los jefes de Misión y de su ingeniosidad para conseguir recursos para realizar esa acción cuando carezca de ellos. El establecimiento de Centros culturales en el extranjero fue, en muchas ocasiones, fruto de la iniciativa embajadores, agregados culturales o profesores, como en los casos de los Institutos Culturales de Bagdad y de Dublín.
Instituto Cultural Español en Bagdad
Cuando llegué a Irak como embajador en 1983, me encontré con la existencia de un pequeño Instituto Español (ICB) dirigido por un antiguo becario, Juan Casado, quien -junto con su mujer Mercedes- daba clases de español a los iraquíes. El Ministerio pagaba el alquiler del modesto local en el que estaba ubicado el Instituto y los sueldos de los profesores. El resto del personal -un tercer profesor, una secretaria-intérprete y un conserje- era retribuido con los ingresos proporcionados por las matriculas de los alumnos. La Embajada no tenía en su presupuesto dotación alguna para gastos culturales, pese a lo cual -de acuerdo con mis convicciones- dediqué buena parte de mi actividad a fomentar la acción cultural, para lo que conté con la colaboración del ICB.
Potencié el “status” del Director nombrándolo Agregado Cultural Honorario y alenté la acción cultural. Establecí cordiales relaciones con el Director General de Artes Musicales, el cristiano caldeo Munir Bashir – reputado intérprete de laúd arábigo de fama internacional – quien nos ofrecía gratis locales para los actos que organizaba la Embajada y nos prestaba su apoyo para superar los numerosos trámites burocráticos y administrativos. Gracias a su generosa ayuda, pudimos organizar anualmente unas Semanas Culturales Hispano-Iraquíes. Por otra parte, conseguí convencer a la Dirección General de Relaciones Culturales y al Instituto Hispano Árabe de Cultura (IHAC) de que incluyeran a Irak en el itinerario de los artistas que financiaba el Ministerio. Al principio se mostraron reacios ante el temor de aquéllos a actuar en un país en guerra, pero – a medida que veían que aumentaba la actuación cultural de la Embajada y que la situación en Bagdad era de relativa calma – colaboraron plenamente.
El ICB llegó a ocupar una posición central en la vida cultural iraquí, al mismo nivel que el Centro Cultural Francés o el British Council y todo ello sin que le costara ni un dinar a la Embajada. La actuación más original fue la organización de una exposición de “Grabados de ciudades españolas”, cuyos fondos procedían de la reproducción de grabados que había en la Cancillería, la Agregaduría Militar, el ICB y las casas de los miembros de la Embajada. Aunque se trataba de copias de grabados antiguos, dieron el pego y la exposición fue favorablemente acogida por la crítica local. También invité a la residencia a una amiga sevillana, la soprano Fuencisla Martín, y a su acompañante la pianista Marisa Arderius, que ofrecieron un recital de canciones españolas, sin que tuviéramos que pagarles el “cachet”, ni los billetes, que fueron regalados por “Iraqui Airways”. Con un poco de imaginación, se podía llevar a cabo una importante labor de acción cultural sin coste para el erario público.
Instituto Cultural Español de Dublín
Al cambiar de puesto, me encontré con que la situación en la Embajada en Irlanda no era muy diferente de la de Irak, solo que el Instituto Cultural Español de Dublín (ICD) estaba bastante más desarrollado que el de Bagdad, pues tenía bien implantado un sistema de enseñanza del castellano y además realizaba algunas actividades culturales. Ante la falta de presupuesto, tuve que seguir recurriendo al sistema del “sablazo ilustrado”, para que la Misión y el Instituto pudieran desarrollar una acción cultural digna de ese nombre.
El ICD fue oficialmente creado en 1975 por iniciativa del entonces lector de Español del Trinity College (TCD), Antonio Sierra, que contó con el apoyo del embajador Joaquín Juste. Ese año, el ministro irlandés de Educación, Richard Burke, y el director general de Relaciones Culturales, José Luis Messía, inauguraron el Instituto en un chalet de un barrio residencial de Dublín cercano a la Embajada. El Ministerio pagaba los gastos de alquiler del local y los sueldos del director, la bibliotecaria y una secretaria. Los sueldos del resto del personal -entre 5 y 7 profesores, una secretaria de Inglés, un conserje y una limpiadora-, los gastos de gestión y la actividad cultural eran financiados con los ingresos obtenidos de las matrículas de los alumnos, que se incluían en una Cuenta de Ingresos Especiales, controlada por la Embajada y por el citado Ministerio.
A los alumnos que pasaban las pruebas exigidas se les facilitaba un Certificado de Español, que llegó a ser reconocido por el Ministerio de Educación. Se daba un premio anual al mejor estudiante de Español en todas las escuelas de Irlanda y se facilitaban los intercambios entre profesores y alumnos irlandeses y españoles. La difusión del Español llegó hasta los más recónditos rincones de la isla gracias a la labor del ICD.
Lo primero que hice al llegar a Dublín a finales de 1987 fue nombrar al director del ICD agregado cultural honorario, lo integré en el equipo directivo de la Embajada y me interesé activamente en las actividades educativas y culturales del Instituto. Aproveché los buenos contactos que mantenía con los dirigentes de la Dirección General de Relaciones Culturales para pedirles que incluyeran Irlanda en las “tournées” de artistas por ella patrocinados, a lo que accedió.
Desde el momento en que presenté las cartas credenciales, congenié con el presidente de la República, que había nacido en Spanish Point, en cuyas costas se había hundido el galeón “San Marcos”. Su esposa Maeve había estudiado en el ICD y ambos simpatizaban con España. Me invitó a visitar su pueblo, cosa que hice con mi mujer Mavis, actuando de anfitriones la pareja presidencial. Hillery me contó que tenía un apartamento en Torremolinos donde pasaba las vacaciones y me dijo que quería aprender nuestro idioma para poder hablar con los policías que le servían de escolta. Me ofrecí a darle clases y, con este pretexto, nos reuníamos de vez en cuando a comer “de incógnito” en el Palacio presidencial o en la residencia de la Embajada.
La guinda de la acción cultural “gratis et amore”, mediante el “sablazo cultural»,fue la organización de una exposición sobre “Pintura y escultura española de vanguardia”. En 1989 visitaron Dublín mi compañero Álvaro Fernández-Villaverde – que estaba al frente de las relaciones internacionales del Banco Hispanoamericano – y otros altos cargos de la entidad y los invité a comer en mi residencia. Enterado de la gran riqueza pictórica del Banco, se me encendió el piloto de alarma y le pregunté a Álvaro si la institución prestaría a la Embajada algunas de sus obras para celebrar una exposición en Dublín. Me dijo que lo consultaría con la superioridad y la respuesta fue afirmativa. El BHA facilitó las obras, el Ministerio pago el seguro de los cuadros e Iberia su transporte, la Administración irlandesa cedió la sala de exposiciones de Kilmainhan, y el Allied Irish Bank co-patrocinó el evento con el BHA y cubrió todos los gastos de instalación, gracias mi amistad con su presidente, el ex-comisario europeo Peter Sutherland. La flamante presidenta de la República, Mary Robinson, inauguró la exposición, que fue uno de los hitos culturales del año, sin que le costara a la Embajada ni un centavo. Las mencionadas han sido tan solo algunas de las muchas actividades culturales que realizaron la Embajada y el ICD, pero ni el Instituto Cervantes – que absorbió a éste – ni la Embajada en Dublín han tenido a bien celebrar su aniversario.
Creación del Instituto Cervantes
En 1989, el Gobierno español decidió crear el Instituto Cervantes (IC), siguiendo el modelo de otras instituciones similares como el “British Council”, la “Alliance Française” o el“Goethe Institut”, para lo que no pidió el parecer de las Embajadas, ni de los Institutos Culturales existentes. A finales de 1990 recibimos el proyecto de Ley constitutiva del Instituto, la Memoria y el Diseño curricular, junto con una carta del Director General de Relaciones Culturales en la que solicitaba la opinión de la Embajada. Como la Ley 7/91 había entrado en vigor el 23 de marzo, no tenía ningún sentido pronunciarse sobre su contenido, por lo que me limité elaborar unas “Reflexiones sobre la constitución del Instituto Cervantes y su incidencia sobre las Embajadas”, que remití el 4 y el 15 de abril en sendas cartas a los ministros de Asuntos Exteriores, Francisco Fernández Ordóñez, y de Cultura, Javier Solana -que lo sustituiría poco después-, en las que les advertía de las insuficiencias de la Ley y sobre las negativas incidencias que podía tener sobre las Misiones en el exterior, así como de la urgente necesidad de tomar las medidas adecuadas durante el período transitorio para superarlas, mediante la redacción de su Reglamento. Según la Memoria, la Dirección del IC tenía por misión la “planificación, diseño, coordinación y puesta en marcha de las actividades culturales que hayan de llevarse a cabo en los distintos centros Cervantes, en coordinación con éstos y con los Departamentos Ministeriales competentes”. Nada se decía sobre la coordinación con las Misiones diplomáticas y consulares, que tenían asimismo encomendadas la realización de actividades culturales.Por otra parte, parecía ser que el ICE sería absorbido por el IC, pero no se nos indicaba nada sobre el cuándo ni el cómo, pese a que había que planificar el curso 1991-1992.
La Ley primaba la función educativa del Instituto sobre la cultural. Así, mencionaba entre sus fines, en primer lugar “promover universalmente la enseñanza, el estudio y el uso del Español” y, en segundo lugar, “contribuir a la difusión de la cultura en el exterior” (artículo 2). Se adscribía el IC al Ministerio de Asuntos Exteriores, pero nada se decía sobre cómo debería funcionar dicha adscripción o llevarse a cabo la acción exterior. Esta laguna tendría especial relevancia en las relaciones entre los Institutos y las Misiones en el exterior. Aunque el IC era una entidad pública, debería ajustar sus actividades ordenamiento jurídico privado, pero una institución de derecho público sin ánimo de lucro, que presidía el Rey y tenía como objetivo promocionar y difundir en el mundo la lengua y la cultura españolas, no debería ser gestionada como una empresa privada de tipo comercial.
El ajuste de sus actividades al ordenamiento jurídico privado suponía que los Institutos en el exterior se situaban extramuros de las Misiones españolas, lo que llevaba aparejado la inaplicación a su personal del estatuto diplomático, la obligación de pagar impuestos, la sumisión a la diversidad normativa de cada Estado, la aplicación de normas pensadas por el funcionamiento entidades comerciales con ánimo de lucro, y la renuncia a la cobertura institucional de la Embajada para la realización de actividades culturales. Las disposiciones sobre el régimen aplicable al personal del IC eran sucintas, imprecisas e insuficientes, y creaban un ambiente de inseguridad jurídica. En mi Informe preguntaba cuál era la fórmula prevista para su incorporación, su régimen contractual, la adscripción a la Seguridad Social o la ley aplicable. No había sido previsto y el personal del IC quedaba sometido a las normas del Estado en el que desempeñarán sus funciones.
La Ley concedía al IC amplísimas facultades para la acción cultural y dejaba poco espacio en la materia para las Misiones diplomáticas y consulares, por lo que existía el riesgo de que se produjeran interferencias entre las dos instituciones, al no quedar claramente delimitadas las competencias de uno y otras.
Unos funcionarios del IC visitaron el ICD y consideraron que sus locales no estaban de acuerdo con la “’grandeur” que el nuevo Instituto pretendía tener y dijeron que había que buscar una nueva sede en un sitio emblemático de Dublín. El contrato de alquiler expiraba al año siguiente y nos indicaron que no lo prolongáramos. No les hice caso por fortuna, porque, luego vino el tío de Hacienda con la rebaja, y el maná presupuestario esperado se redujo considerablemente. El IC absorbió al ICD y menospreció su labor, estimando que había que partir de cero como si, hasta su llegada, no hubiera habido ninguna actividad educativa o cultural en Irlanda. Este talante explica su negativa a celebrar el 50° aniversario del ICD ¡A cada uno, lo suyo!